Mi querida compañera,
Recuerdo perfectamente el
día en el que te conocí, tan lejano ya. Yo era un pequeño imberbe de cabello
sedoso y sonrisa ingenua que sabía poco e ignoraba demasiado. Eras mayor que
nosotros y hacía ya tiempo que rondabas cerca de la casa de la abuela, pero no
me había fijado en ti, en aquellos días de eterno estío sólo tenía ojos para mi
fulgurante bicicleta roja, que con tanto ahínco había desenterrado de entre los
globos en mi quinto cumpleaños. Recuerdo perfectamente el día en el que te
conocí porque poco antes el abuelo dejó de estar. No supe bien qué sucedió,
pero un día la mecedora estaba vacía y los ojos de mi madre llenos de lágrimas.
Me dijeron que el abuelo se había ido al cielo y no lo entendí porque al viejo
cascarrabias no le gustaban los globos; descubrí poco después que estaba más
cerca, tras la verja del cementerio y bajo un montón de tierra. Justo entonces
fue cuando apareciste en mi vida.
Recuerdo la impresión que
me produjiste, creaste en mí un hechizo fantasmagórico parecido a lo que años
después sabría que se llamaba amor, y ya nunca pude olvidarte. Comencé a pensar
en ti a todas horas, me preguntaba de dónde habrías venido, por qué todo el
mundo te conocía pero pocos te mencionaban, qué era lo que me hacía temerte
tanto. Poco a poco fui creciendo y nunca más abandonaste mi compañía, tampoco
quería que lo hicieras. Recuerdo cuando a veces intentaba mirarte a los ojos y
me ahogaba en ese pozo de invisibilidad, era como si no estuvieses allí. Y sin
embargo, permanecías a mi lado.
Años después decidiste
llevarte a mi mejor amigo y entonces comencé a odiarte. Por aquel entonces
creía que te había logrado domar, que ya nunca volverías a arrancarme la
ilusión y a sembrarme de incertidumbre, ojalá hubiera sabido entonces lo
equivocado que estaba. Mi viejo camarada había viajado a México, quería que el
sol besase su piel y el Caribe bañase su cuerpo; y sin embargo el beso que
recibió fue el tuyo una tarde, en un acantilado sobre las olas. Recuerdo haber
maldecido, haberte odiado, haber querido que te fueras y que no existieras, que
nunca hubieras aparecido en mi vida. Me sentí traicionado y mi corazón se oxidó
encerrado tras los barrotes de mi pecho. Poco después, volviste a mi lado,
bella como nunca, misteriosa, como siempre.
Recuerdo como los lustros
se deslizaron en mi vida como arena entre mis dedos y recuerdo no haberte
olvidado y haber querido hacerlo. Seguiste apareciendo de vez en cuando, a
veces te ibas con algún familiar, con algún vecino del barrio; recuerdo cuando
invitaste a acompañarte a ese crío, adulto ya por aquel entonces, cuya bici rivalizaba
con la mía en velocidad cuando conservábamos el pelo y carecíamos de
cicatrices. Supongo que era tu manera de recordarme que no te habías ido del
todo, que seguías esperándome, que lo harías siempre. Ojalá hubiera sabido entenderlo,
pero me negué a aceptarte de nuevo, quise que desaparecieses aunque supe que
jamás lo harías.
Hace ya tiempo que todo me
duele, las arrugas surcan mi rostro como las finas vetas de mineral muerden el
corazón de las montañas. Mi querida compañera, ojalá no te hubiera odiado.
Quisiera poder desvivir los años mas no se puede rebobinar la vida. Quisiera
haber podido evitar tu sortilegio.
Mi querida acompañante
eterna, a todos nos visitas una vez al final del día más gris o más bello, pero
sólo a los idiotas que nunca dejamos de pensar en ti nos matas dos veces. Ojalá
no lo hubiera ignorado. Me siento cansado, mi queridísima Parca, es hora de
reunirme contigo.