La tarde agonizaba ya sobre París cuando una pareja de jóvenes comenzó a
cruzar el puente sobre el Sena. Las barandillas estaban repletas de candados
que otras parejas habían ido dejando como estúpida prueba de su estúpido amor,
y aquella improvisada armadura de acero reflejaba los rayos de sol formando un
caleidoscopio de tonos cobrizos. Era pese a todo un atardecer bello, y el
horizonte se fundía con el río a lo lejos.
La pareja de caminantes se
detuvo y apoyándose en el metal, se miraron. Hay miradas que queman más que el
hierro candente y hay deseos que consumen; el joven, ahogado en los ojos de su
compañera, atrajo hacia sí su cabeza entrelazando sus dedos en su cabello. Era
un beso urgente, un beso de agarrones, de jadeos, de tensión contenida en unos
músculos a punto de explotar. Mientras se atraían el uno hacia el otro, se
decían en silencio todo lo que las palabras a veces no pueden explicar,
apoyados en el pretil, con la ciudad a sus espaldas. Hay besos de un minuto que
contienen una vida, y de repente los jóvenes sintieron que volaban sobre el
Sena.
Poco después era casi
de noche y para entonces sólo se oían ya sirenas de ambulancia. Los gendarmes
acordonaban el puente, un hombre fumaba y observaba a lo lejos, algunos
turistas con cara de memos fotografiaban la escena. La pareja se había
precipitado al vacío, la balaustrada no pudo soportar el peso de los candados, y
había cedido ante su asedio. Realmente habían volado sobre el Sena antes de destrozarse
contra el agua.