Entre
varios bultos y maletas viejas y raídas, y rodeado por varias decenas de pobres
diablos como él, Joseph viajaba recostado de mala manera contra la ventanilla.
La noche era cerrada y negra y tan sólo de cuando en cuando se vislumbraba
algún fogonazo en la lejanía del horizonte, que rápidamente se extinguía. Los
ojos del viejo equilibrista, entreabiertos, se perdían a lo lejos inundados de
oscuridad, tal vez recordando tiempos mejores; demasiado lejanos ya. Las arrugas
de su rostro, prematuramente envejecido como consecuencia de la guerra,
enmarcaban una mirada que hubiera hecho enloquecer al más cuerdo y los destellos que el negro páramo enviaba
regularmente proporcionaban una profundidad abismal a los surcos de su piel.
Los
pies de Joseph, antaño acostumbrados a acariciar la cuerda fija, parecían ahora
dos zuecos de madera insensibles al traqueteo del tren, y su espalda, que solía
ser flexible y firme como un junco, sentía poco más allá del tenaz abrazo que
el asiento de madera de aquel inmundo vagón le daba. Para Joseph, no dormir era
habitual desde que las bombas, los gritos y los golpes en la puerta le hicieron
abandonar su casa a la carrera y sin embargo, esa noche era especialmente
lúgubre, especialmente triste.
El
antiguo funambulista dirigió su vista a un lado para descubrir que al otro lado
del pasillo, había un rostro cansado enmarcado por sucios harapos que aún así
era el más bello que recordaba haber contemplado. Se trataba de una mujer joven
que llevaba recogido entre trapos en el regazo un pequeño bebé al que trataba
de calmar con suaves carantoñas. La mujer dirigió su cristalina mirada hacia
Joseph. Joseph respondió con una sonrisa cansada.
-¿Por
qué no duerme usted? – le preguntó la mujer.
-En
estos tiempos conviene mantener alejados ciertos sueños – respondió Joseph, con un gesto de
resignación que decía mucho más que su lacónica respuesta –.
Joseph
cogió un viejo cigarrillo Chesterfield que llevaba sujeto en la solapa de su
gastada chaqueta y lo encendió mientras sentía una extraña inquietud
recorriendo sus entrañas. La pregunta de la mujer le había hecho recordar los
horrores de los que era incapaz de huir cada vez que cerraba los ojos, y sin
embargo era aquella pequeña criatura que viajaba con su madre la causa de su desasosiego.
Aquellas pequeñas manos de algodón le hacían recordar al hijo que nunca engendró
y aquella mujer le estaba haciendo pensar en todas las mujeres con las que
nunca volvió, tal era la vida del artista itinerante.
-¿Podría
tal vez preguntarle su nombre? – susurró Joseph tenuemente.
-Me
llamo Sophia. ¿A dónde tiene usted pensado dirigirse cuando el tren nos deje en
el campo de refugiados? ¿Tiene familia en algún país fronterizo? – fue su respuesta.
-Nunca
tuve familia y, si le digo la verdad, no sé muy bien a dónde voy ni por qué, en
ningún sitio me echarán de menos y en ningún sitio seré acogido –Joseph hablaba
invadido por una cruel melancolía – la gente no va al circo en tiempos de
guerra.
La
oscuridad más cegadora inundó el vagón al adentrarse en un túnel, debían estar
ya alcanzando la cordillera, y algún pasajero se revolvió inquieto en su
asiento. Joseph empezaba a preguntarse otra vez por qué demonios era necesaria
tanta molestia e incomodidad con el único fin de irse a morir más lejos. En la
cabeza del artista bailaban las ideas unas con otras tal y como él solía hacer
en el columpio, y el recuerdo de la familia que nunca tuvo y que siempre quiso
olvidar le empezaba a devorar internamente.
-A
mi hijo le gustará ir al circo cuando todo esto pase – la cálida voz de Sophia
se derramó sobre sus oídos, sorprendiéndole.
-¿Disculpe?
– inquirió Joseph, de manera ausente.
-Decía
usted que la gente no va al circo en tiempos de guerra. Sería una lástima que
no queden circos cuando pase la guerra.
Joseph
aspiró una última y profunda calada de su cigarro y la brasa iluminó fugazmente
el compartimento como una luciérnaga en medio del bosque, permitiéndole por un
instante percibir las sombras de otros taciturnos viajeros, si podía llamarse
así a un pobre puñado de harapientos, que dormitaban apoyados unos contra
otros. Tras un breve silencio, Joseph respondió, por fin:
-No
creo que ninguna guerra pueda evitar que existan circos mientras queden niños
con ilusión dispuestos a acudir a ellos, Sophia.
-Pero
será preciso que queden hombres dispuestos a actuar en ellos – interpuso ella
velozmente – tal vez sí que pueda haber quien le echara de menos llegado el
caso, al fin y al cabo.
Joseph
posó su mirada sobre los ojos azules de Sophia y esbozó una sonrisa que por
primera vez en muchos meses era sincera.
-Será
un placer actuar una vez más si usted promete venir a verme con su hijo –
contestó finalmente el viejo hombre.
Sophia
asintió elocuentemente y clavó sus zafiros en los ojos de Joseph mientras sus
labios dibujaban una sonrisa.
El
tren parecía estar pasando sobre un tramo de vía en mal estado y los engranajes
de aquel desvencijado convoy protagonizaban un concierto de quejumbrosos
sonidos. Nada de aquello molestaba ya a Joseph. Poco a poco, a través de los cristales, llegaban las primeras
luces del amanecer y el viejo acróbata pudo darse cuenta de que Sophia y su
hijo dormían plácidamente. No pasó mucho tiempo antes de que él, ajeno a la
pólvora que dejaba atrás, cayese en un profundo sueño, un sueño que no había
esperado volver a conciliar nunca.
Tal
vez, antes de dormirse definitivamente, Joseph pensó en lustrosas carpas,
imponentes fieras, hábiles malabaristas y simpáticos payasos. Tal vez soñase
con la mirada de una mujer valiente junto a su hijo, deslumbrándole desde el
graderío más que los propios focos. Tal vez tanta molestia e incomodidad
siguiese mereciendo la pena, al menos un tiempo más.