jueves, 26 de mayo de 2016

El equilibrista.

                Entre varios bultos y maletas viejas y raídas, y rodeado por varias decenas de pobres diablos como él, Joseph viajaba recostado de mala manera contra la ventanilla. La noche era cerrada y negra y tan sólo de cuando en cuando se vislumbraba algún fogonazo en la lejanía del horizonte, que rápidamente se extinguía. Los ojos del viejo equilibrista, entreabiertos, se perdían a lo lejos inundados de oscuridad, tal vez recordando tiempos mejores; demasiado lejanos ya. Las arrugas de su rostro, prematuramente envejecido como consecuencia de la guerra, enmarcaban una mirada que hubiera hecho enloquecer al más cuerdo y los destellos que el negro páramo enviaba regularmente proporcionaban una profundidad abismal a los surcos de su piel.

             Los pies de Joseph, antaño acostumbrados a acariciar la cuerda fija, parecían ahora dos zuecos de madera insensibles al traqueteo del tren, y su espalda, que solía ser flexible y firme como un junco, sentía poco más allá del tenaz abrazo que el asiento de madera de aquel inmundo vagón le daba. Para Joseph, no dormir era habitual desde que las bombas, los gritos y los golpes en la puerta le hicieron abandonar su casa a la carrera y sin embargo, esa noche era especialmente lúgubre, especialmente triste.

                El antiguo funambulista dirigió su vista a un lado para descubrir que al otro lado del pasillo, había un rostro cansado enmarcado por sucios harapos que aún así era el más bello que recordaba haber contemplado. Se trataba de una mujer joven que llevaba recogido entre trapos en el regazo un pequeño bebé al que trataba de calmar con suaves carantoñas. La mujer dirigió su cristalina mirada hacia Joseph. Joseph respondió con una sonrisa cansada.

                -¿Por qué no duerme usted? – le preguntó la mujer.
             -En estos tiempos conviene mantener alejados ciertos sueños  – respondió Joseph, con un gesto de resignación que decía mucho más que su lacónica respuesta –.

                Joseph cogió un viejo cigarrillo Chesterfield que llevaba sujeto en la solapa de su gastada chaqueta y lo encendió mientras sentía una extraña inquietud recorriendo sus entrañas. La pregunta de la mujer le había hecho recordar los horrores de los que era incapaz de huir cada vez que cerraba los ojos, y sin embargo era aquella pequeña criatura que viajaba con su madre la causa de su desasosiego. Aquellas pequeñas manos de algodón le hacían recordar al hijo que nunca engendró y aquella mujer le estaba haciendo pensar en todas las mujeres con las que nunca volvió, tal era la vida del artista itinerante.

                -¿Podría tal vez preguntarle su nombre? – susurró Joseph tenuemente.
            -Me llamo Sophia. ¿A dónde tiene usted pensado dirigirse cuando el tren nos deje en el campo de refugiados? ¿Tiene familia en algún país fronterizo? – fue su respuesta.
                -Nunca tuve familia y, si le digo la verdad, no sé muy bien a dónde voy ni por qué, en ningún sitio me echarán de menos y en ningún sitio seré acogido –Joseph hablaba invadido por una cruel melancolía – la gente no va al circo en tiempos de guerra.

               La oscuridad más cegadora inundó el vagón al adentrarse en un túnel, debían estar ya alcanzando la cordillera, y algún pasajero se revolvió inquieto en su asiento. Joseph empezaba a preguntarse otra vez por qué demonios era necesaria tanta molestia e incomodidad con el único fin de irse a morir más lejos. En la cabeza del artista bailaban las ideas unas con otras tal y como él solía hacer en el columpio, y el recuerdo de la familia que nunca tuvo y que siempre quiso olvidar le empezaba a devorar internamente.

               -A mi hijo le gustará ir al circo cuando todo esto pase – la cálida voz de Sophia se derramó sobre sus oídos, sorprendiéndole.
               -¿Disculpe? – inquirió Joseph, de manera ausente.
               -Decía usted que la gente no va al circo en tiempos de guerra. Sería una lástima que no queden circos cuando pase la guerra.

        Joseph aspiró una última y profunda calada de su cigarro y la brasa iluminó fugazmente el compartimento como una luciérnaga en medio del bosque, permitiéndole por un instante percibir las sombras de otros taciturnos viajeros, si podía llamarse así a un pobre puñado de harapientos, que dormitaban apoyados unos contra otros. Tras un breve silencio, Joseph respondió, por fin:

            -No creo que ninguna guerra pueda evitar que existan circos mientras queden niños con ilusión dispuestos a acudir a ellos, Sophia.
                -Pero será preciso que queden hombres dispuestos a actuar en ellos – interpuso ella velozmente – tal vez sí que pueda haber quien le echara de menos llegado el caso, al fin y al cabo.

                 Joseph posó su mirada sobre los ojos azules de Sophia y esbozó una sonrisa que por primera vez en muchos meses era sincera.

                 -Será un placer actuar una vez más si usted promete venir a verme con su hijo – contestó finalmente el viejo hombre.

               Sophia asintió elocuentemente y clavó sus zafiros en los ojos de Joseph mientras sus labios dibujaban una sonrisa.

        El tren parecía estar pasando sobre un tramo de vía en mal estado y los engranajes de aquel desvencijado convoy protagonizaban un concierto de quejumbrosos sonidos. Nada de aquello molestaba ya a Joseph. Poco a poco, a través de los cristales, llegaban las primeras luces del amanecer y el viejo acróbata pudo darse cuenta de que Sophia y su hijo dormían plácidamente. No pasó mucho tiempo antes de que él, ajeno a la pólvora que dejaba atrás, cayese en un profundo sueño, un sueño que no había esperado volver a conciliar nunca.


           Tal vez, antes de dormirse definitivamente, Joseph pensó en lustrosas carpas, imponentes fieras, hábiles malabaristas y simpáticos payasos. Tal vez soñase con la mirada de una mujer valiente junto a su hijo, deslumbrándole desde el graderío más que los propios focos. Tal vez tanta molestia e incomodidad siguiese mereciendo la pena, al menos un tiempo más.