domingo, 12 de noviembre de 2017

Mi amante eterna

Mi querida compañera,

            Recuerdo perfectamente el día en el que te conocí, tan lejano ya. Yo era un pequeño imberbe de cabello sedoso y sonrisa ingenua que sabía poco e ignoraba demasiado. Eras mayor que nosotros y hacía ya tiempo que rondabas cerca de la casa de la abuela, pero no me había fijado en ti, en aquellos días de eterno estío sólo tenía ojos para mi fulgurante bicicleta roja, que con tanto ahínco había desenterrado de entre los globos en mi quinto cumpleaños. Recuerdo perfectamente el día en el que te conocí porque poco antes el abuelo dejó de estar. No supe bien qué sucedió, pero un día la mecedora estaba vacía y los ojos de mi madre llenos de lágrimas. Me dijeron que el abuelo se había ido al cielo y no lo entendí porque al viejo cascarrabias no le gustaban los globos; descubrí poco después que estaba más cerca, tras la verja del cementerio y bajo un montón de tierra. Justo entonces fue cuando apareciste en mi vida.

            Recuerdo la impresión que me produjiste, creaste en mí un hechizo fantasmagórico parecido a lo que años después sabría que se llamaba amor, y ya nunca pude olvidarte. Comencé a pensar en ti a todas horas, me preguntaba de dónde habrías venido, por qué todo el mundo te conocía pero pocos te mencionaban, qué era lo que me hacía temerte tanto. Poco a poco fui creciendo y nunca más abandonaste mi compañía, tampoco quería que lo hicieras. Recuerdo cuando a veces intentaba mirarte a los ojos y me ahogaba en ese pozo de invisibilidad, era como si no estuvieses allí. Y sin embargo, permanecías a mi lado.

            Años después decidiste llevarte a mi mejor amigo y entonces comencé a odiarte. Por aquel entonces creía que te había logrado domar, que ya nunca volverías a arrancarme la ilusión y a sembrarme de incertidumbre, ojalá hubiera sabido entonces lo equivocado que estaba. Mi viejo camarada había viajado a México, quería que el sol besase su piel y el Caribe bañase su cuerpo; y sin embargo el beso que recibió fue el tuyo una tarde, en un acantilado sobre las olas. Recuerdo haber maldecido, haberte odiado, haber querido que te fueras y que no existieras, que nunca hubieras aparecido en mi vida. Me sentí traicionado y mi corazón se oxidó encerrado tras los barrotes de mi pecho. Poco después, volviste a mi lado, bella como nunca, misteriosa, como siempre.

            Recuerdo como los lustros se deslizaron en mi vida como arena entre mis dedos y recuerdo no haberte olvidado y haber querido hacerlo. Seguiste apareciendo de vez en cuando, a veces te ibas con algún familiar, con algún vecino del barrio; recuerdo cuando invitaste a acompañarte a ese crío, adulto ya por aquel entonces, cuya bici rivalizaba con la mía en velocidad cuando conservábamos el pelo y carecíamos de cicatrices. Supongo que era tu manera de recordarme que no te habías ido del todo, que seguías esperándome, que lo harías siempre. Ojalá hubiera sabido entenderlo, pero me negué a aceptarte de nuevo, quise que desaparecieses aunque supe que jamás lo harías.

            Hace ya tiempo que todo me duele, las arrugas surcan mi rostro como las finas vetas de mineral muerden el corazón de las montañas. Mi querida compañera, ojalá no te hubiera odiado. Quisiera poder desvivir los años mas no se puede rebobinar la vida. Quisiera haber podido evitar tu sortilegio.

            Mi querida acompañante eterna, a todos nos visitas una vez al final del día más gris o más bello, pero sólo a los idiotas que nunca dejamos de pensar en ti nos matas dos veces. Ojalá no lo hubiera ignorado. Me siento cansado, mi queridísima Parca, es hora de reunirme contigo.

domingo, 6 de agosto de 2017

Historia de un verano farsante

         Se dice que crecemos poco a poco, que el paso del tiempo nos va arrancando años de manera imperceptible hasta que un día miras atrás y ya no alcanzas a ver el punto de partida. Es la gran mentira. Se crece de golpe. Un día te despiertas y es un sábado de agosto. En agosto sólo se madrugaba para preparar la comida, meter los bañadores a la mochila y apelotonarse en un Ford Fiesta antiguo, abuela incluida, rumbo a la playa. Y de repente ya no huele a tortilla de patata recién hecha, sino a café recalentado y lo que te mete prisa no es tu madre echándote un rapapolvo por no haber preparado tus bártulos la noche anterior, es la alarma digital de tu teléfono. Y maldiciendo por dentro en arameo, te despegas los ojos como puedes y vas a desayunar.

                Mientras remueves una magdalena medio desecha en el tazón, piensas que ese remolino va a ser lo más parecido a una ola que veas, y cuando empiezas a pensar en lo que el verano solía ser, tienes que dejar de hacerlo porque maldita sea, vas a llegar tarde a la academia. Pies para qué os quiero. Y allí estás, de camino a un aula en la que vas a estar 4 horas sentado devanándote los sesos intentando responder alguna condenada pregunta. Porque tal vez un papel diga que eres médico, pero seguro sigues sin tener ni la más remota idea de cuál es el subtipo más frecuente del virus de la hepatitis C en Egipto. Y en tu libro de desplegables “Qué horror ser una momia egipcia” habías leído que a los faraones les extraían el cerebro por la nariz, pero nada de sus problemas hepáticos. En Egipto hay pirámides y el río Nilo, qué quieres que te diga. Pero ahí sigues, intentando pescar algo en el pozo de tus conocimientos.

                Pero no siempre fue así, por supuesto. Antes el verano olía a esa tortilla recién hecha, y a empanada recién comprada. También te levantabas con los ojos pegados, pero daba igual, porque te metías en el coche y milagrosamente hacías de aquel cuchitril una confortable cama en la que dormir y aquella tartana desvencijada se convertía en el Transiberiano. Llegabas a la playa y tu abuela ya había contado otra vez aquella historia sobre sus viajes a la playa en Venezuela, y el vendedor de perritos ambulante, el tío perrero. Y ojalá tuvieras un tío perrero para ti ahora porque empezabas a tener hambre, te habías despertado bajando el puerto y ya iba siendo hora de desayunar. Sin embargo el mar azul aparecía de improviso frente a ti, tu padre te daba un Cola-Cao en una botella de agua reutilizada, te ponías el bañador y todo empezaba a funcionar mejor. Aceite en los engranajes. Y empezaba el día.

                Arena, olas, crema solar hecha chorretones por tu espalda, tu padre tomando el primer café del día en el chiringuito, tu madre leyendo a la sombra. El país de Nunca Jamás. El día pasaba y después de comer en la arboleda ibas a ver el Tour –tu padre ya no tenía ni que decir al camarero lo que quería- convencido de que este año Ullrich iba a ganar por fin. Pero claro, perdía otra vez, y por entonces no lo comprendías, pero así fue como empezabas a darte cuenta de que la vida no siempre es tortilla de patata caliente a la sombra, a veces también es un alemán derrotado vestido de rosa con la mandíbula desencajada. Y el día pasaba, y cuando ya no te quedaban fuerzas para cavar ningún pozo más (si realmente Australia estuviese debajo ya deberías haberle abierto la cabeza a algún canguro), ni ganas de que ninguna ola te centrifugase, lo veías. Tu abuela por fin se había metido en el agua, fiel a su particular estilo, claro. Observabas como caminaba hasta que el agua le llegaba a las rodillas y agachándose un poco se salpicaba a sí misma con las manos. Y recordabas al tío perrero y a la playa a la que iba desde Caracas y claro, aquello no era lo que tú asociabas a una bañista del Caribe.


                El verano no era aquello por lo que era, lo era por serlo siempre. Nunca te planteaste que fuera diferente, que un día fueras despertarte en otra casa, en otra ciudad, y mirases el calendario deseando que septiembre llegase pronto para que por la calle hubiera más personas. Pero ahora es diferente. Ahora estás en una silla agradeciendo el aire acondicionado y pensando que en fin, tampoco crees que en Egipto haya tanta hepatitis.

domingo, 23 de abril de 2017

La lágrima del marino

Alex había pasado la tarde encerrado en su habitación mientras las horas se habían ido amontonando. El cielo se adivinaba plomizo a través de la raída y amarillenta cortina y sólo el ruido proveniente de la cocina rasgaba la monotonía.

            Era ya de noche cuando sentado a la mesa, cenaba junto a su madre. Como siempre a esa hora ambos estaban intranquilos, no obstante, sus miradas cariñosas lograban disimularlo. Pocos días atrás su madre había reunido unas pocas monedas para regalarle algo a su hijo, y era ahora sobre lo que le preguntaba. En un principio Alex se había mostrado receloso ante aquel viejo libro polvoriento y de tapas cuarteadas, que obviamente había pasado por muchas manos antes de llegar a las suyas, pero ante la feroz insistencia de su madre, le acabó prometiendo que lo leería.

            De pronto la puerta se abrió. El hedor tan familiar que Alex tanto temía inundó la estancia antes que el hombre del que emanaba. Vino, sudor y colonia barata, así olía para él el miedo. Cuando su padre cruzó por fin el umbral de la cocina, Alex y su madre temblaban ya en silencio. Aquel hombre tenía un rostro macilento poblado por una descuidada barba de 2 días que le otorgaba un aspecto tétrico y su frente, perlada de sudor, enmarcaba unos diminutos ojos negros bajo los cuales unas grandes bolsas parecían a punto de desprenderse. No tardaron mucho en derramarse de su boca de sucios dientes toda clase de gritos e insultos. Alex sólo conseguía ver sus lágrimas cayendo en el plato. Las amenazas e improperios fueron rápidamente acompañados por golpes que a veces la mesa, a veces su madre y una vez su mejilla, recibían con brutalidad. Una noche más aquel horror. Una noche más querer huir y no tener a dónde.


            Nada más entrar en su habitación, Alex cayó en su cama. La rabia y el miedo le impedían pensar con claridad, pero poco a poco una idea se abrió camino en su cabeza. No creía que tuviera ningún sentido pero su madre había insistido en que podría usar un libro siempre que quisiera viajar a cualquier parte, refugiarse de algo o ser cualquier otra persona. Abrió la obra por la primera página y empezó a leer, mientras alguna lágrima aún empapaba el papel. El temor no tardó en dejar paso a la curiosidad mientras poco a poco su dormitorio se desvanecía. Poco después, Alex devoraba páginas con avidez, mientras surcaba el océano en un galeón, buscando una isla perdida que escondía un tesoro legendario. Las lágrimas en sus mejillas se convirtieron en salpicaduras saladas del mar, su pómulo ardía por el sol resplandeciente y el ruido que venía de la cocina no era sino el que las olas provocaban al chocar contra el casco. Tumbado en su cama, tal vez Alex olvidaba el miedo.

domingo, 19 de febrero de 2017

El beso

            La tarde agonizaba ya sobre París cuando una pareja de jóvenes comenzó a cruzar el puente sobre el Sena. Las barandillas estaban repletas de candados que otras parejas habían ido dejando como estúpida prueba de su estúpido amor, y aquella improvisada armadura de acero reflejaba los rayos de sol formando un caleidoscopio de tonos cobrizos. Era pese a todo un atardecer bello, y el horizonte se fundía con el río a lo lejos.

            La pareja de caminantes se detuvo y apoyándose en el metal, se miraron. Hay miradas que queman más que el hierro candente y hay deseos que consumen; el joven, ahogado en los ojos de su compañera, atrajo hacia sí su cabeza entrelazando sus dedos en su cabello. Era un beso urgente, un beso de agarrones, de jadeos, de tensión contenida en unos músculos a punto de explotar. Mientras se atraían el uno hacia el otro, se decían en silencio todo lo que las palabras a veces no pueden explicar, apoyados en el pretil, con la ciudad a sus espaldas. Hay besos de un minuto que contienen una vida, y de repente los jóvenes sintieron que volaban sobre el Sena.

            Poco después era casi de noche y para entonces sólo se oían ya sirenas de ambulancia. Los gendarmes acordonaban el puente, un hombre fumaba y observaba a lo lejos, algunos turistas con cara de memos fotografiaban la escena. La pareja se había precipitado al vacío, la balaustrada no pudo soportar el peso de los candados, y había cedido ante su asedio. Realmente habían volado sobre el Sena antes de destrozarse contra el agua.

            Hay besos de un minuto que contienen una vida. Hay vidas que se acaban antes que un beso de un minuto. 

viernes, 6 de enero de 2017

El cable y el lobo

            Los vivaces ojos del pequeño Luis escudriñaban el exterior con insistencia, tratando de ver más allá de lo que la ventisca permitía. El viento rugía, golpeando con fuerza los postigos, cuyas rudimentarias bisagras resistían a duras penas. Los copos de nieve formaban remolinos que teñían el panorama de un blanco impenetrable antes de depositarse sobre la ya espesísima capa que cubría todo el pueblo. El gélido invierno parecía querer colarse al interior, dónde sólo la cocina de leña con su crepitar otorgaba a la estancia cierta calidez.

            Acurrucado dentro de su chaquetón trataba de mantener el poco calor que su pequeño cuerpo desprendía mientras desoía una y otra vez los consejos de su madre, que le instaba a acercarse al hogar con los demás. Él, sin embargo, proseguía su incansable guardia, con su mirada fija en la ventana, interrumpiéndose sólo de vez en cuando para calentar sus delicadas manos con su aliento.

            Pese a su corta edad recordaba otros inviernos, y también habían sido duros –siempre lo eran en aquella pequeña aldea-, no obstante él estaba convencido de que este era peor. Estaba absolutamente convencido de que esta Navidad iba a ser imposible que los Reyes Magos llegaran al pueblo, ¿cómo diablos iban a hacerlo si hasta el maestro llevaba una semana sin acudir a la escuela? ¿Acaso iban a poder atravesar la nevada unos camellos acostumbrados al calor del desierto si él no había podido ni cruzar la calle con su caballo? Era imposible, se repetía una y otra vez. Imposible. Y además con aquel frío. Suponiendo que lograsen subir el puerto y atravesar la nieve -lo que ya era mucho suponer-, no había forma de que consiguiesen arrastrar el cargamento y soportar toda la noche repartiendo a la intemperie; las vacas durmiendo en la cuadra por necesidad y tres magos extranjeros a la fresca. Qué barbaridad. Morirían ateridos, y aquello sí que sería una catástrofe. Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente congelados en su pueblo. Qué desgracia. Pero no tenía por qué preocuparse, no eran estúpidos, ni siquiera lo intentarían.

            Esa misma tarde había compartido su desazón con su madre. Ella le había respondido que no tenía de qué preocuparse, que Sus Majestades conseguirían alcanzar su casa de una manera o de otra, eran unos venerable magos al fin y al cabo. Luis había replicado con una interminable perorata en la que exponía sus convicciones acerca de por qué aquella era una empresa imposible, hablando con una mezcla de tristeza y resignación, con una mirada vidriosa pero serena, impropia de su corta edad. Su madre le acogió en su regazo y tomó un paño con el que hizo el gesto de secar sus aún ausentes lágrimas. Retirándole el pelo por detrás de sus grandes orejas le habló. Le contó cómo había visto peores nevadas, más fuertes vendavales. Recordaba un año en el que la ventisca se llevó por delante incluso la puerta del pajar, que quedó bloqueada por la nieve durante una semana. Y aún así los Reyes habían venido. Aquellos hombres tenían ropajes que les protegían del helador frío hechos de cachemira y cuando los camellos encontraban el sendero impracticable, continuaban por los cables del teléfono. ¿Acaso has visto alguna nevada que llegue a cubrir los cables, hijo?

            Luis había guardado silencio tras recibir el beso de su madre, más por cansancio que porque de verdad creyese aquella historia. Pero allí seguía sin embargo. Con la nariz roja, el cuerpecito helado y los ojos convertidos en dos pequeñas rendijas que escudriñaban el horizonte hasta allí dónde el cableado se mezclaba con la bruma. Aún aguantó un rato más frente al cristal antes de irse a dormir, aguardando la llegada de su padre, que llevaba toda la tarde encerrado en el pajar, de dónde sólo salía un sonido de serrucho entremezclado con martillazos y brotes de tos. No sabía cómo diantres podía haber escogido aquella tarde heladora para partir leña, si además tenían de sobra arriba. Dormía ya profundamente cuando su padre subió, con un pequeño paquete entre sus heladas manos, que depositó en el alféizar de la ventana antes de irse él mismo a la cama.

            El día había amanecido claro y el paisaje hubiera sido considerado una preciosa estampa invernal por cualquiera que no supiera lo que en realidad era el invierno en un lugar así. La nieve se amontonaba delante de portones y cancillas, y por allí era imposible que nadie hubiera entrado, fue lo primero que pensó Luis. Desganado, acudió a la cocina buscando el calor de la lumbre, y aún tardó unos segundos en levantar la vista y observar junto a la chimenea, en la repisa de la ventana, un pequeño lobo hecho de madera tallada, junto a una pequeña nota manuscrita con un trazo tembloroso, como si la hubiera escrito alguien con mucho frío, que le felicitaba por haber sido un buen niño. Con una velocidad y un ímpetu inauditos Luis se abalanzó contra la ventana, fijó su mirada, y estuvo convencido de que el cable del teléfono estaba algo más flojo que anoche, tal vez incluso se bamboleaba levemente.

            Sus padres, a su espalda, sonreían abrazados, mientras pensaban en que ojalá el sol fundiese parte del hielo y pudieran por fin alcanzar la tienda del pueblo siguiente. Al fin y al cabo la comida no se podía tallar ni traerse caminando sobre un cable.