domingo, 6 de agosto de 2017

Historia de un verano farsante

         Se dice que crecemos poco a poco, que el paso del tiempo nos va arrancando años de manera imperceptible hasta que un día miras atrás y ya no alcanzas a ver el punto de partida. Es la gran mentira. Se crece de golpe. Un día te despiertas y es un sábado de agosto. En agosto sólo se madrugaba para preparar la comida, meter los bañadores a la mochila y apelotonarse en un Ford Fiesta antiguo, abuela incluida, rumbo a la playa. Y de repente ya no huele a tortilla de patata recién hecha, sino a café recalentado y lo que te mete prisa no es tu madre echándote un rapapolvo por no haber preparado tus bártulos la noche anterior, es la alarma digital de tu teléfono. Y maldiciendo por dentro en arameo, te despegas los ojos como puedes y vas a desayunar.

                Mientras remueves una magdalena medio desecha en el tazón, piensas que ese remolino va a ser lo más parecido a una ola que veas, y cuando empiezas a pensar en lo que el verano solía ser, tienes que dejar de hacerlo porque maldita sea, vas a llegar tarde a la academia. Pies para qué os quiero. Y allí estás, de camino a un aula en la que vas a estar 4 horas sentado devanándote los sesos intentando responder alguna condenada pregunta. Porque tal vez un papel diga que eres médico, pero seguro sigues sin tener ni la más remota idea de cuál es el subtipo más frecuente del virus de la hepatitis C en Egipto. Y en tu libro de desplegables “Qué horror ser una momia egipcia” habías leído que a los faraones les extraían el cerebro por la nariz, pero nada de sus problemas hepáticos. En Egipto hay pirámides y el río Nilo, qué quieres que te diga. Pero ahí sigues, intentando pescar algo en el pozo de tus conocimientos.

                Pero no siempre fue así, por supuesto. Antes el verano olía a esa tortilla recién hecha, y a empanada recién comprada. También te levantabas con los ojos pegados, pero daba igual, porque te metías en el coche y milagrosamente hacías de aquel cuchitril una confortable cama en la que dormir y aquella tartana desvencijada se convertía en el Transiberiano. Llegabas a la playa y tu abuela ya había contado otra vez aquella historia sobre sus viajes a la playa en Venezuela, y el vendedor de perritos ambulante, el tío perrero. Y ojalá tuvieras un tío perrero para ti ahora porque empezabas a tener hambre, te habías despertado bajando el puerto y ya iba siendo hora de desayunar. Sin embargo el mar azul aparecía de improviso frente a ti, tu padre te daba un Cola-Cao en una botella de agua reutilizada, te ponías el bañador y todo empezaba a funcionar mejor. Aceite en los engranajes. Y empezaba el día.

                Arena, olas, crema solar hecha chorretones por tu espalda, tu padre tomando el primer café del día en el chiringuito, tu madre leyendo a la sombra. El país de Nunca Jamás. El día pasaba y después de comer en la arboleda ibas a ver el Tour –tu padre ya no tenía ni que decir al camarero lo que quería- convencido de que este año Ullrich iba a ganar por fin. Pero claro, perdía otra vez, y por entonces no lo comprendías, pero así fue como empezabas a darte cuenta de que la vida no siempre es tortilla de patata caliente a la sombra, a veces también es un alemán derrotado vestido de rosa con la mandíbula desencajada. Y el día pasaba, y cuando ya no te quedaban fuerzas para cavar ningún pozo más (si realmente Australia estuviese debajo ya deberías haberle abierto la cabeza a algún canguro), ni ganas de que ninguna ola te centrifugase, lo veías. Tu abuela por fin se había metido en el agua, fiel a su particular estilo, claro. Observabas como caminaba hasta que el agua le llegaba a las rodillas y agachándose un poco se salpicaba a sí misma con las manos. Y recordabas al tío perrero y a la playa a la que iba desde Caracas y claro, aquello no era lo que tú asociabas a una bañista del Caribe.


                El verano no era aquello por lo que era, lo era por serlo siempre. Nunca te planteaste que fuera diferente, que un día fueras despertarte en otra casa, en otra ciudad, y mirases el calendario deseando que septiembre llegase pronto para que por la calle hubiera más personas. Pero ahora es diferente. Ahora estás en una silla agradeciendo el aire acondicionado y pensando que en fin, tampoco crees que en Egipto haya tanta hepatitis.