Se dice que
crecemos poco a poco, que el paso del tiempo nos va arrancando años de manera
imperceptible hasta que un día miras atrás y ya no alcanzas a ver el punto de
partida. Es la gran mentira. Se crece de golpe. Un día te despiertas y es un sábado
de agosto. En agosto sólo se madrugaba para preparar la comida, meter los
bañadores a la mochila y apelotonarse en un Ford Fiesta antiguo, abuela incluida,
rumbo a la playa. Y de repente ya no huele a tortilla de patata recién hecha,
sino a café recalentado y lo que te mete prisa no es tu madre echándote un
rapapolvo por no haber preparado tus bártulos la noche anterior, es la alarma
digital de tu teléfono. Y maldiciendo por dentro en arameo, te despegas los
ojos como puedes y vas a desayunar.
Mientras remueves una magdalena
medio desecha en el tazón, piensas que ese remolino va a ser lo más parecido a
una ola que veas, y cuando empiezas a pensar en lo que el verano solía ser,
tienes que dejar de hacerlo porque maldita sea, vas a llegar tarde a la academia.
Pies para qué os quiero. Y allí estás, de camino a un aula en la que vas a
estar 4 horas sentado devanándote los sesos intentando responder alguna
condenada pregunta. Porque tal vez un papel diga que eres médico, pero seguro sigues
sin tener ni la más remota idea de cuál es el subtipo más frecuente del virus
de la hepatitis C en Egipto. Y en tu libro de desplegables “Qué horror ser una
momia egipcia” habías leído que a los faraones les extraían el cerebro por la
nariz, pero nada de sus problemas hepáticos. En Egipto hay pirámides y el río
Nilo, qué quieres que te diga. Pero ahí sigues, intentando pescar algo en el
pozo de tus conocimientos.
Pero no siempre fue así, por
supuesto. Antes el verano olía a esa tortilla recién hecha, y a empanada recién
comprada. También te levantabas con los ojos pegados, pero daba igual, porque
te metías en el coche y milagrosamente hacías de aquel cuchitril una
confortable cama en la que dormir y aquella tartana desvencijada se convertía
en el Transiberiano. Llegabas a la playa y tu abuela ya había contado otra vez
aquella historia sobre sus viajes a la playa en Venezuela, y el vendedor de
perritos ambulante, el tío perrero. Y ojalá tuvieras un tío perrero para ti
ahora porque empezabas a tener hambre, te habías despertado bajando el puerto y
ya iba siendo hora de desayunar. Sin embargo el mar azul aparecía de improviso
frente a ti, tu padre te daba un Cola-Cao en una botella de agua reutilizada,
te ponías el bañador y todo empezaba a funcionar mejor. Aceite en los
engranajes. Y empezaba el día.
Arena, olas, crema solar hecha
chorretones por tu espalda, tu padre tomando el primer café del día en el
chiringuito, tu madre leyendo a la sombra. El país de Nunca Jamás. El día
pasaba y después de comer en la arboleda ibas a ver el Tour –tu padre ya no
tenía ni que decir al camarero lo que quería- convencido de que este año
Ullrich iba a ganar por fin. Pero claro, perdía otra vez, y por entonces no lo
comprendías, pero así fue como empezabas a darte cuenta de que la vida no
siempre es tortilla de patata caliente a la sombra, a veces también es un
alemán derrotado vestido de rosa con la mandíbula desencajada. Y el día pasaba,
y cuando ya no te quedaban fuerzas para cavar ningún pozo más (si realmente
Australia estuviese debajo ya deberías haberle abierto la cabeza a algún
canguro), ni ganas de que ninguna ola te centrifugase, lo veías. Tu abuela por
fin se había metido en el agua, fiel a su particular estilo, claro. Observabas
como caminaba hasta que el agua le llegaba a las rodillas y agachándose un poco
se salpicaba a sí misma con las manos. Y recordabas al tío perrero y a la playa
a la que iba desde Caracas y claro, aquello no era lo que tú asociabas a una
bañista del Caribe.
El verano no era aquello por lo
que era, lo era por serlo siempre. Nunca te planteaste que fuera diferente, que
un día fueras despertarte en otra casa, en otra ciudad, y mirases el calendario
deseando que septiembre llegase pronto para que por la calle hubiera más
personas. Pero ahora es diferente. Ahora estás en una silla agradeciendo el
aire acondicionado y pensando que en fin, tampoco crees que en Egipto haya
tanta hepatitis.
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