Los vivaces ojos del
pequeño Luis escudriñaban el exterior con insistencia, tratando de ver más allá
de lo que la ventisca permitía. El viento rugía, golpeando con fuerza los
postigos, cuyas rudimentarias bisagras resistían a duras penas. Los copos de
nieve formaban remolinos que teñían el panorama de un blanco impenetrable antes
de depositarse sobre la ya espesísima capa que cubría todo el pueblo. El gélido
invierno parecía querer colarse al interior, dónde sólo la cocina de leña con
su crepitar otorgaba a la estancia cierta calidez.
Acurrucado dentro de su
chaquetón trataba de mantener el poco calor que su pequeño cuerpo desprendía
mientras desoía una y otra vez los consejos de su madre, que le instaba a
acercarse al hogar con los demás. Él, sin embargo, proseguía su incansable
guardia, con su mirada fija en la ventana, interrumpiéndose sólo de vez en
cuando para calentar sus delicadas manos con su aliento.
Pese a su corta edad
recordaba otros inviernos, y también habían sido duros –siempre lo eran en
aquella pequeña aldea-, no obstante él estaba convencido de que este era peor.
Estaba absolutamente convencido de que esta Navidad iba a ser imposible que los
Reyes Magos llegaran al pueblo, ¿cómo diablos iban a hacerlo si hasta el
maestro llevaba una semana sin acudir a la escuela? ¿Acaso iban a poder
atravesar la nevada unos camellos acostumbrados al calor del desierto si él no
había podido ni cruzar la calle con su caballo? Era imposible, se repetía una y
otra vez. Imposible. Y además con aquel frío. Suponiendo que lograsen subir el
puerto y atravesar la nieve -lo que ya era mucho suponer-, no había forma de
que consiguiesen arrastrar el cargamento y soportar toda la noche repartiendo a
la intemperie; las vacas durmiendo en la cuadra por necesidad y tres magos
extranjeros a la fresca. Qué barbaridad. Morirían ateridos, y aquello sí que
sería una catástrofe. Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente congelados en
su pueblo. Qué desgracia. Pero no tenía por qué preocuparse, no eran estúpidos,
ni siquiera lo intentarían.
Esa misma tarde había
compartido su desazón con su madre. Ella le había respondido que no tenía de
qué preocuparse, que Sus Majestades conseguirían alcanzar su casa de una manera
o de otra, eran unos venerable magos al fin y al cabo. Luis había replicado con
una interminable perorata en la que exponía sus convicciones acerca de por qué
aquella era una empresa imposible, hablando con una mezcla de tristeza y resignación,
con una mirada vidriosa pero serena, impropia de su corta edad. Su madre le acogió
en su regazo y tomó un paño con el que hizo el gesto de secar sus aún ausentes lágrimas. Retirándole el pelo por detrás de sus grandes orejas le habló. Le
contó cómo había visto peores nevadas, más fuertes vendavales. Recordaba un año
en el que la ventisca se llevó por delante incluso la puerta del pajar, que
quedó bloqueada por la nieve durante una semana. Y aún así los Reyes habían
venido. Aquellos hombres tenían ropajes que les protegían del helador frío
hechos de cachemira y cuando los camellos encontraban el sendero impracticable,
continuaban por los cables del teléfono. ¿Acaso has visto alguna nevada que
llegue a cubrir los cables, hijo?
Luis había guardado
silencio tras recibir el beso de su madre, más por cansancio que porque de
verdad creyese aquella historia. Pero allí seguía sin embargo. Con la nariz
roja, el cuerpecito helado y los ojos convertidos en dos pequeñas rendijas que
escudriñaban el horizonte hasta allí dónde el cableado se mezclaba con la bruma. Aún aguantó
un rato más frente al cristal antes de irse a dormir, aguardando la llegada de
su padre, que llevaba toda la tarde encerrado en el pajar, de dónde sólo salía
un sonido de serrucho entremezclado con martillazos y brotes de tos. No sabía
cómo diantres podía haber escogido aquella tarde heladora para partir leña, si
además tenían de sobra arriba. Dormía ya profundamente cuando su padre subió,
con un pequeño paquete entre sus heladas
manos, que depositó en el alféizar de la ventana antes de irse él mismo a la cama.
El día había amanecido
claro y el paisaje hubiera sido considerado una preciosa estampa invernal por
cualquiera que no supiera lo que en realidad era el invierno en un lugar así.
La nieve se amontonaba delante de portones y cancillas, y por allí era
imposible que nadie hubiera entrado, fue lo primero que pensó Luis. Desganado, acudió a la cocina buscando el calor de la lumbre, y aún tardó unos segundos en
levantar la vista y observar junto a la chimenea, en la repisa de la ventana, un pequeño lobo hecho de
madera tallada, junto a una pequeña nota manuscrita con un trazo tembloroso,
como si la hubiera escrito alguien con mucho frío, que le felicitaba por haber
sido un buen niño. Con una velocidad y un ímpetu inauditos Luis se abalanzó
contra la ventana, fijó su mirada, y estuvo convencido de que el cable del
teléfono estaba algo más flojo que anoche, tal vez incluso se bamboleaba
levemente.
Sus padres, a su espalda,
sonreían abrazados, mientras pensaban en que ojalá el sol fundiese parte del
hielo y pudieran por fin alcanzar la tienda del pueblo siguiente. Al fin y al
cabo la comida no se podía tallar ni traerse caminando sobre un cable.